Editoriales

SIN MIEDO A LA VIDA

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Por Óscar F. Fernández

Virtud

El fin del hombre, afirmó Aristóteles, es la felicidad. Pero es posible equivocarse en cuanto a su contenido. La felicidad está en la vida virtuosa, porque la virtud tiene la capacidad de proporcionar la armonía perfecta en el individuo.

La virtud es un hábito. El hábito se consigue a base de repetición de actos hechos en un mismo sentido. Eso es lo que da capacidad y habilidad, como el aprendizaje de un principiante para tocar el piano. Los primeros ejercicios son simples, pero se realizan con dificultad; poco a poco van aumentando en complejidad, aunque se practiquen más fácilmente. Así se llega a adquirir la naturaleza propia del artista. El hábito crea otra manera más de ser, otra personalidad, la de pianista.

Aristóteles señala (Ética Nicomaquea) que los hábitos no son innatos sino que se adquieren por repetición de actos. Todo niño necesita aprender a andar, vestirse, jugar. Este hábito es –así se le llama en filosofía- como una “segunda naturaleza”, una manera de ser adquirida. Los hábitos pueden ser positivos o negativos: unos hacen justos, amables, veraces, responsables, trabajadores, etc., y otros, en cambio, hacen injustos, violentos, mentirosos, irresponsables, perezosos. A los hábitos señalados en primer lugar se les denominan virtudes; a los segundos, vicios. Si los hábitos que perfeccionan no arraigan pronto, la personalidad queda a merced de los antojos.

El ser humano tiene algo de lo que carece lo exclusivamente material: la capacidad de perfeccionarse a sí mismo en sus potencias –inteligencia y voluntad-, mediante la adquisición de hábitos.

Virtud significa fortaleza, y frecuentemente se necesita para no traicionar el bien que se quiere y evitar el mal que no se desea; pues aunque se hagan continuos propósitos es una evidencia palpable que no se logran por falta de fuerza, como dejar de fumar, vivir una dieta. El fuerte es coherente, vive de acuerdo a lo que cree. La falta de coherencia aparece en quien se deja llevar por el “tengo ganas”, “me gusta”, “se me antojó”, que reflejan ausencia de criterios firmes respecto a la verdad y al bien, dejándose arrastrar por “la ley del gusto”. Si no se corta pronto con esa tendencia, aunque quiera cambiar, no será capaz de lograrlo.

Toda ética es una propuesta sobre virtudes, en especial sobre cuatro. La prudencia, que es la determinación práctica del bien. La justicia, que es la realización del bien en la vida social. La fortaleza, que es la firmeza para defender el bien o conseguirlo y la templanza, que es la moderación para no confundir el bien con el placer. Y la prudencia, que es la cualidad máxima de la inteligencia, es el arte de elegir y actuar bien en cada caso concreto, por eso el prudente es reflexivo y pide consejo.

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