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La tarea de educar, ha sido definida por pedagogos y sociólogos como la preparación para la vida que las generaciones adultas deben a los niños y jóvenes. En esencia se trata de un deber moral, de una actividad ética que interpela a los padres de familia y a los profesores.
En los foros especializados sobre el tema, es frecuente advertir la coincidencia de diagnósticos respecto del grave problema social que supone la deserción escolar, en cada siclo escolar las cifras van en aumento mostrando en números a los miles de adolescentes y jóvenes que no transitan a la educación secundaria o preparatoria o que la dejan inconclusa, estos hechos hacen evidente la urgencia de resolver el problema de la educación, porque el fracaso escolar presagia el fracaso personal.
El italiano Gianni Vattimo (1936), autor contemporáneo de filosofía política, publicó en 1983 el libro “El pensamiento débil”, en esta obra explica que la pasividad, el desencanto y la indiferencia lentamente se han incorporado al estilo de vida de los jóvenes de nuestro tiempo, imponiendo al mundo lo que él llama “el pensamiento débil”, sin compromiso y sin esfuerzo, abierto a todas las opciones y posturas, porque ninguna es capaz de motivar atención y reflexión. Según el autor, la humanidad está transitando a la “tolerancia de la diversidad”, donde todo da lo mismo, porque nada vale nada.
En el mundo del fracaso escolar de los adolescentes y jóvenes, al parecer los estudiosos han encontrado algunos indicadores o puntos débiles que es urgente atender, entre otros se señala la falta de autoridad.
Cuando se afirma que en la base de toda propuesta y acción educativa está la autoridad, pareciera que se trata de una verdad de Perogrullo, pero no es así. Hoy, el concepto de autoridad está desprestigiado en todos los ámbitos sociales, y de modo particular su debilidad se hace presente en los ámbitos familiares y escolares; sin embargo, sin autoridad no existe posibilidad de educación, precisamente porque es función esencial de la autoridad comunicar la obligatoriedad de ciertas normas y valores que deben concretarse en actos para construir, es decir, educar personas libres y responsables, capaces de desarrollar sus vidas de manera provechosa, para ellos mismos y para la sociedad en que viven.
El primer contacto con la autoridad ocurre en el seno familiar, es decir, los padres tienen el deber y el rol de autoridad sobre sus hijos, y otro tanto ocurre en la dinámica escolar. Sin embargo, a pesar de que esta afirmación es tan evidente, hoy existe un modelo muy extendido de paternidad y docencia débiles; padres de familia y maestros que temen mostrar a los hijos y a los alumnos la obligatoriedad de las normas y los valores presentes en toda auténtica educación.
En la actualidad, es frecuente advertir que padres de familia y profesores eluden su rol y deber de educar tratando a sus hijos y a sus alumnos como si fueran colegas o cómplices, sin comprender que la educación exige la autoridad, es decir, el reconocimiento de la superioridad moral del educador sobre el educando, de los padres sobre los hijos. Allí donde se confunden los roles y las responsabilidades, allí donde el educador o el padre no exigen ni marcan límites para no ser confrontados por los hijos o los alumnos, allí no es posible la educación. En ocasiones, los adultos confunden su rol de autoridad obsesionándose con la idea de proporcionar a los hijos o alumnos todas las formas de felicidad y comodidad posibles, transitando fácilmente a la permisividad y a la impunidad que necesariamente conducen a la violencia y la ingobernabilidad cuando esos niños y jóvenes se incorporan a las actividades y exigencias de la vida social.
En la delicada tarea de educar, es preciso tener presente que antes de ser alumno se es hijo, de manera que el deber de educar es responsabilidad primera de los padres; la escuela la completa después, en la persona de los maestros. Bajo la autoridad de los padres los hijos deben someterse al aprendizaje de las normas y los valores en que se concreta la auténtica educación. Ésta es una tarea de genuino y profundo amor filial, los padres son quienes primeramente deben enseñar al niño y después al joven la importancia de aceptar la disciplina, el orden, el esfuerzo y el respeto que hacen posible el auténtico aprendizaje propio de la educación.
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