Editoriales
SIN MIEDO A LA VIDA
Óscar F. Fernández
Deber
Dos llamadas naturales se asocian con la felicidad: la de la inteligencia y la del placer. El placer se presenta unido a necesidades corporales como el alimento, el descanso. En cambio, la llamada de la inteligencia pide bienes: amistad, cultura y deberes, que nos impone nuestra propia condición humana. El “deber” es una posibilidad libre que impone racionalmente su elección: respetar la vida de los demás, su libertad, los compromisos. En la tumba de Kant (1724 a 1804) se lee: “Dos cosas me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral dentro de mí”. Ese deber es un convencimiento interno de lo que conviene. Le llama “deber” cuando su validez es universal. Respetar el deber moral significa sustituir la fuerza bruta por el respeto mutuo. Otros han opinado distinto. Hume (1711 a 1776) afirma que es malo lo que desagrada y bueno lo que apetece. Comte (1798 a 1857) recoge parte de la doctrina de Hume y formula el positivismo, sostiene que la única ética son las costumbres, le basta que algo sea aceptado para considerarlo valioso. Nietzsche (1844 a 1900) considera la voluntad de vivir como el valor supremo. Deberes como solidaridad, igualdad, fraternidad y compasión, son para él una corrupción inventada por los judíos, pueblo astuto, pero humillado, y trasmitido al Cristianismo, de quien decía es “la peor mentira de seducción que ha habido en la historia”[1].
La práctica del bien supone el acatamiento de respetos inapelables: no se pueden desoír sin que lo reproche la conciencia. Su observación trae consigo una satisfacción moral. La humanidad no podría subsistir sin obedecer a estos respetos morales: salvar a un náufrago, atender un herido, devolver algo encontrado, socorrer a una víctima. A veces su acción va contra nuestro favor: el conductor que atropella a un peatón en un camino desierto y en vez de huir lo atiende. Se reconoce así un bien superior. En este reconocimiento se fundan la armonía de la sociedad, la existencia de los pueblos y de las personas. Sin este sentido de nuestros deberes, nos destruiríamos unos a otros, o solo viviríamos como los animales[2].