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MEMORIAS DE LA CIUDAD

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¡Aquéllas navidades!
Por Matilde Arteaga Duarte

La Navidad era otra cosa cuando yo era niña. Nuestra ciudad se vestía de luces y de esferas navideñas en las calles principales y se llenaba de nacimientos que orgullosamente lucían las ventanas y zaguanes de las casas viejas del centro de la ciudad.
LA navidad era el olor a buñuelos recién hechos, era el sonido de las campanas llamando a la misa de Gallo el día 24, reuniendo con su tañer a los fieles, hombres, mujeres y niños de ayer, asomados con amor y ternura al misterio que hacía el destello en la mirada del Niño Dios en el pesebre de la iglesia.
LA Navidad era el milagro de cada año, cuando sentíamos en el fondo del alma la necesidad de unirnos con calor y amor a los nuestros y los cerros de tarjetas navideñas que año con año ponían en aprietos a la oficina de correos local y de todo el mundo y muchas veces andábamos recibiendo en febrero y hasta en abril las tarjetas de felicitación navideña que el correo había tenido qué repartir meses después, por el cúmulo de tarjetas que la gente pretendía enviar. Pero eso fue desapareciendo conforme aumentaron de precio o a toda la gente se le empezó a olvidar que la navidad no sólo son regalos caros, sino frases en las que envíamos un trozo de nuestro corazón y de nuestros buenos deseos a las personas que amamos y a las que por medio de las letras, abrazábamos en silencio mediante una imagen que decía más de mil palabras…
La Navidad en mi ciudad y en mis tiempos infantiles, era ir a recorrer el centro de la ciudad y observar en los escaparates esferas, árboles navideños y foquitos y en las ventanas abiertas orgullosamente, el pesebre en donde ansiosos, los niños esperaban ver aparecer al Dios Niño en medio de San José y la Virgen María, al amanecer del día 25 de diciembre.
Una temporada llena de luces y de pinceladas de color en todos los balcones y más humildes hogares. Faroles afuera de las casas, indicando desde el primero de diciembre que llegaba la temporada más alegre del año, pero… también en tiempo de la reflexión, del reencuentro con nosotros mismos, con nuestras familias y amigos, para reafirmar los lazos de cariño, la convivencia y la confianza que hacían posible un mundo mejor y una convivencia más sana.
Era el tiempo de mirar a la distancia para reconsiderar nuestra vida y reconstruir nuestros buenos deseos, nuestras intenciones perdidas y nuestras acciones programadas hacia los demás.
Era el tiempo del amor, del perdón y de la profunda reflexión en que todo un Dios vino a nacer entre nosotros en una fría noche invernal, rodeado de pastores y ángeles que unidos sobre la vastedad de la tierra, saludaron el nacimiento del Hijo de Dios entre los hombres, dejando testimonio con sus voces y sus alabanzas del portento de todos los tiempos.
Era el tiempo en el que con mis hermanos, mis padres y mis abuelos, esperaba pacientemente el día 24 de diciembre la llegada del Niño Dios a la casa, con la esperanza del regalo que todo el año habíamos anhelado y que muchas veces llegaba, pero en otras, no, “porque este año el Niño Dios está pobre”, algo que no consolaba a nadie porque sabíamos que al Rey del Universo no le podían faltar regalos para los niños del mundo, pero… a nuestros padres ¡sí!.
Navidad es el recuerdo de esas mañanas frías rodando por las calles los carritos, las bicicletas y triciclos y patines del diablo. Todo olía a nuevo, a juguetes y a estreno y mientras muchos menores se estrellaban en el piso por no saber usar sus patines o tripular una bicicleta, muchas otras niñas estrenaban sus muñecas con bonitos vestidos y que muy a duras penas hablaban y no como las de ahora, que hasta se les puede cambiar el pañal y ya más parecen muñecas entrenadoras para futuras mamás adolescentes, que muñecos para niños.
Pero eso es tema para otro artículo.
Navidad, aquélla Navidad que compartimos con nuestros padres y nuestros abuelos, con nuestros hermanos, tíos y primos, ya nunca volverá, pero sabemos que cerca del Nacimiento, en donde vuelven a nacer y permanecer todas las cosa que amamos, se encuentran ellos, nuestros seres amados que ya partieron o que se encuentran lejos y con quienes alguna vez nos volveremos a encontrar, pero para no esperar tanto tiempo, los volvemos a ver en el destello de esos ojos pequeños del Niño en el Pesebre, en donde se compendia todo el amor del mundo y que han visto y verán pasar a todas las generaciones con el mismo amor que nos vieron a nosotros y a los nuestros.
¡Esa es “mi” Navidad!

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