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¿Cómo explicar la gravedad de los hechos de violencia vividos el pasado 13 de noviembre en París?, ¿cómo se pueden entender las acciones de violencia extrema con armas de fuego y explosivos en contra de personas cuya mayor desgracia fue encontrarse en el lugar de los hechos, haciendo sus vidas simplemente?
En la Jornada Mundial por la Paz, del año 2002, el Papa Juan Pablo II pronunció un emotivo discurso de paz. Tal como registra la historia, desde su infancia su vida estuvo sacudida por la infamia de la guerra y la violencia; a la distancia de 13 años él sostenía: No hay paz sin justicia y no hay justicia sin perdón.
La profundidad de ese mensaje hunde sus raíces en el fenómeno de violencia y destrucción que hoy, en tiempos globalizados llamamos terrorismo religioso o delincuencia organizada, precisamente porque sus efectos destructores no conocen fronteras e ignoran la sinrazón que supone matar en nombre de Dios, negando los elementales valores sociales del respeto a la vida y la tolerancia.
La innegable presencia y poder del mal causado de manera deliberada en perjuicio de otros, abre un amplio campo de reflexión respecto de este fenómeno contemporáneo, que en términos de filosofía moral se conoce como “misterio de iniquidad”, generador de miedo, sufrimiento y desesperanza.
Una mirada sobre la situación actual del mundo y sobre la historia, debe darnos perspectiva frente a la realidad de la constante del mal, de manera que seamos capaces de reconocer que lo peor nunca es seguro y por largo y doloroso que sea el tiempo del mal, al final el bien se impone. Las dictaduras, las anarquías, los fanatismos no son capaces de superar la destrucción que provocan. Tal como muestra la historia, el mal que causan las absorbe y extingue, haciendo evidente el así llamado misterio de la iniquidad.
En el referido discurso de Wojtyla, se afirma que la condición de la paz es la justicia, y que ésta supone una cierta dosis de amor, como máximo bien social, capaz de perdonar, y es que en el fondo de los conflictos, a nivel interpersonal o internacional, se hace evidente la insuficiencia del derecho y la justicia para restablecer las relaciones humanas, rotas por el odio y la violencia.
La necesidad que hoy advertimos en tantas regiones del mundo devastadas por el terrorismo fanático y la delincuencia organizada, y sus graves expresiones del mal, desde luego nos remiten a la exigencia mínima de respeto a los Derechos Humanos y a los postulados del Derecho Internacional, sin embargo, ante el evidente fracaso de estos discursos e instancias, es preciso reconocer la urgencia moral de apelar al perdón, justamente porque la coacción y la sanción propias del derecho suponen unos límites que, como tristemente advertimos, pueden ser violados o manipulados de diversas formas, y en ocasiones perversas, generando injusticias, que pretendidamente se debieran evitar.
La nueva forma de violencia que recorre el mundo bajo el nombre de terrorismo o delincuencia organizada impone a sangre y muerte sus condiciones de maldad, sin distinción de personas, atentando contra los valores y derechos humanos más elementales, cancelando los mínimos sociales de la existencia humana.
No se sostiene ni lógica, ni moralmente una postura ideológica o religiosa que pretenda, bajo amenaza de muerte, imponer a otros una creencia, un estilo de vida o cosmovisión, hoy los gobernantes tienen una grave responsabilidad civil y moral frente a estos hechos; no se puede matar en nombre de Dios, ni de ningún derecho, pretendida o realmente conculcado y permanecer indiferente frente a quienes actúan de esa manera.
A primera vista la opción por el perdón sugiere debilidad o dejación de derechos, pero no es así. La violencia es estéril, y ante la imposibilidad de reparar bienes tan frágiles como la vida, es necesario comprender que el perdón es, de hecho, la única y real opción para acabar con el mal. Quien perdona renuncia a la venganza y a la violencia, porque ha optado por un bien mejor que se abre al futuro haciendo posible la esperanza, la reconciliación y la paz. Para que exista perdón es necesario que el ofendido dé el primer paso, de manera que el agresor desista del mal y renuncie a la violencia y al odio, ceder ante lo irreparable, no necesariamente es perder.
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