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La familia y la escuela, origen del cambio

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La obligada reflexión sobre los factores que inciden en la mejora de vida, desde luego convoca las aportaciones de quienes estamos preocupados y ocupados por contribuir a los cambios positivos desde diversos ámbitos del hacer social.
No escapa a nuestra atención el cúmulo de información que día a día nos muestra las atrocidades que cometen grupos de personas, pretendidamente apoyados en unas ideas en contra de otros, además de los desaciertos políticos y económicos y los desastres naturales. Nuestro planeta y nuestro país se nos presentan como espacios inseguros y frecuentemente amenazantes, es decir, escasamente propicios para la realización de nuestras vidas con calidad.
Al parecer, en este estado de cosas confluyen tres factores: la configuración de una sociedad global que borra la identidad, y los valores morales que en el pasado habían sostenido a civilizaciones y culturas hoy se consideran no importantes, ahora es más deseable la homologación y estandarización en todos los aspectos de la vida, generando interdependencias, consumos masivos y falta de identidad personal para decidir. Otro factor es el desarrollo de fuerzas destructivas manipuladas por el propio hombre; como nunca en la historia de la humanidad estamos viendo con asombro la inmensa crueldad o indiferencia con que unas personas disponen de la vida de otras, como si se tratara de cosas, de objetos y no de sujetos, que al menos en el discurso son poseedores de derechos humanos, inalienables e imprescriptibles. Finalmente, el proceso de reinterpretación cultural a que la globalización ha forzado al mundo desde luego ha puesto en crisis certezas vitales y verdades éticas antes nunca cuestionadas, de manera que es urgente el diálogo planetario para redefinir los mínimos sociales que garanticen el respeto por la vida en general y por la humana en particular.
En este inaplazable proceso civilizatorio global, desde luego el Orden Jurídico —como expresión de la política— posee una preeminencia indiscutible, porque corresponde a la ley ordenar los actos societarios en torno de los bienes compartidos, de manera que en los hechos se imponga la ley de la razón y no la voluntad del más poderoso y fuerte.
Como es de todos sabido, la dinámica de la interacción humana en sociedad exige la presencia de líderes políticos y operadores jurídicos que realicen con plena conciencia de bien común las delicadas tareas y funciones para las que han sido electos, bien por el voto de la mayoría o  por la simpatía y reconocimiento de quien los invita a unirse a labores de servicio público, de manera que las leyes, las instituciones, los servicios públicos y los procedimientos jurídicos y administrativos que articulan la sociedad efectivamente sean expresión de avance social y mejora en la calidad de vida.
A la humanidad le ha tomado muchos siglos identificar a la democracia como la mejor forma de gobierno, precisamente porque en ella se garantiza la participación colectiva en la creación de leyes, y en principio debería estar allí presente el mejor interés de todos, que es el bien común. Existen muchos ejemplos nacionales y mundiales que hacen evidente la necesidad de formación y compromiso ético de quienes alcanzan posiciones de liderazgo y toman decisiones de trascendencia social. Allí donde se privilegia la formación técnica por sobre la ética, o, en el peor y lamentablemente frecuente escenario, cuando se llega a posiciones de liderazgo, gobierno y decisión y se carece de ambos elementos: éticos y técnicos, lo que tenemos es el uso del poder en beneficio propio y no acciones reales de gobierno y bien común.
Para mitigar, si cabe, el grave riesgo del uso del poder arbitrario, a lo largo del siglo pasado y desde luego lo que va de éste, en todo el mundo se han producido una serie de catálogos de derechos humanos, con preeminencia en los niños, las mujeres, los ancianos, los discapacitados, etc., pero sigue haciendo falta algo muy importante: reflexionar sobre los mínimos humanos respecto de los cuales la humanidad en general y los gobiernos de cada país en particular deberían orientar sus acciones y decisiones. Porque allí donde faltan esas definiciones mínimas, esos acuerdos esenciales, fracasan en su aplicación los hermosos textos de tantas declaraciones y convenciones; porque de fondo, los operadores, es decir, los gobernantes no están comprometidos a hacerlos vida durante su gestión o de plano gobiernan como si la vigencia de esos textos hubiera prescrito, fuera letra muerta.
Aportar a la formación de mejores gobernantes es tarea que inicia en la familia y por supuesto transita por la escuela. Es urgente una mirada crítica a esas dos instituciones para encontrar oportunidades de mejora, porque los ciudadanos se fraguan en la familia y la escuela y sin duda es posible mejorar en muchos aspectos grandes y pequeños.
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