Editoriales

Elecciones y decepciones

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En cualquier parte del mundo y a lo largo de la historia de las democracias, una constante obligada de toda contienda electoral es, sin duda, las prácticas recíprocas de descalificaciones, acusaciones y revelaciones incómodas orientadas a desacreditar las pretensiones de triunfo de los candidatos en contienda. Esas campañas de lodo y suciedad son parte del ejercicio de la actividad pre electoral y se dirigen, más que a informar al elector sobre las ventajas de las propuestas de cada candidato, a desprestigiar a los adversarios. Así, con ese torrente de información desagradable y decepcionante, de riquezas mal habidas y de nula ética personal y profesional como constantes en la vida de los candidatos en contienda, llegados al día de la elección, el voto del ciudadano elector, más que en favor del mejor candidato, es por el menos peor, y eso sin contar con el desinterés de millones de electores que ante el lamentable espectáculo de denuesto político, deciden no perder su valioso tiempo de fin de semana, haciendo fila en la casilla electoral, esperando el turno para votar y, en teoría, ejercer su derecho a elegir.
Se han escrito miles de páginas sobre las bondades de cada una de las reformas legislativas en materia de Derecho Electoral, sin embargo, en nuestro país lo cierto es que el sistema democrático en que vivimos no exige proporcionalidad, es decir, cantidad mínima de votos obtenidos para otorgar el triunfo a algún candidato en la contienda. El nuestro es un sistema de aritmética simple, un voto hace la diferencia y eso no está referido a ningún padrón potencial de votantes. De esta manera, es posible que el próximo 7 de junio algún candidato se alce con el triunfo con un total de 1 voto, a condición de que ninguno de los otros adversarios acumule más. Así de absurdo y así de posible.
Esto explica el nivel ínfimo y vergonzoso en que transcurren las semanas de campañas políticas, los miles de anuncios en radio y televisión, además de las lonas y pancartas colgadas por todas las calles mostrando la cara sonriente de ésos que aspiran a nuestro voto, pero que sus adversarios ya nos han informado que nadan y viven en un mar de corrupción, impunidad e ineptitud.
En algún tiempo de nuestra historia institucional se pensó que la proliferación de partidos políticos y sus respectivos candidatos, representaban la mejor forma de alentar y hacer surgir la democracia, dando voz y representación a los ciudadanos en la toma de las decisiones nacionales; pero con el paso de las décadas advertimos que no es así, la sobreabundancia de aparentes opciones políticas en modo alguno ha clarificado o depurado los vicios y la degradación moral de la política nacional y sus candidatos, quienes de manera frecuente mudan de partido. En todas las agrupaciones políticas se hace evidente la misma decadencia, avaricia y corrupción; hambre de poder y ausencia de compromisos reales y posibles, como signos comunes que muestran la enorme distancia entre candidatos y ciudadanos.
Los despachos que se dedican al negocio de las encuestas y a evaluar o pronosticar las tendencias electorales, nos ofrecen un panorama desolador para el próximo 7 de junio. De los 83 millones de potenciales electores se calcula que sólo 40 acudirán a la cita, es decir, la mayoría de los probables votantes o no acudirá o anulará su voto. En esa situación de escaza representación, ésos que se alcen con el triunfo en realidad lo harán desde posiciones de representación muy débiles. En muchos casos es necesario reconocer, por grave que sea, que se encuentran vinculados con negocios y actividades ilícitas, tal como se ha hecho evidente con los homicidios de algunos candidatos en campaña, de manera que aun cuando logren la posición a la que aspiran gobernar o legislar cumpliendo y haciendo cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen les será difícil o imposible.
La fallida democracia mexicana, tal como estamos viendo, con sus múltiples reformas legislativas y sus costosísimos tribunales, fiscalías e institutos con el ejercito de burócratas que las operan, en realidad han hecho nacer el monstruo de la partidocracia, que vive y se fortalece con dinero público. Los votos de los ciudadanos solo sirven para cuantificar el monto de la bolsa multimillonaria de dinero que año con año se reparten los políticos y sus partidos, así se explica que México sea un país de pobres ciudadanos, cerca de 60 millones, que sostienen una democracia fallida de lujo y derroche.
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