Aguascalientes

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La discriminación adquiere diversas formas e intensidad de matices, pero éstos se identifican en la lesión que producen a la dignidad de quien es destinatario del odio y desprecio que lo aparta del grupo en que debería estar incluido.

Las acciones personales o sociales de apartar y separar a unos de otros con la intención de favorecer o permitir que unos gocen o disfruten de ciertos bienes que se niegan a otros, desde luego es una de tantas manifestaciones de injusticia y, en consecuencia, de violencia a los derechos humanos.

En gran medida, la historia política y social del siglo XX estuvo marcada por las acciones de algunos poderosos que bajo los más diversos argumentos segmentaron a los grupos humanos, en razón, o sinrazón, de las creencias religiosas, las afiliaciones políticas, la raza, el color de la piel, la propiedad sobre los bienes, el poder adquisitivo, el nivel escolar, entre otros.

Habría que analizar con cuidado la falacia de las acciones de aceptación o inclusión. Hoy asistimos a la paradoja de darnos cuenta que los rechazados, excluidos, marginados y descartados con frecuencia son mayoría respecto de la selecta minoría que realiza esas acciones de desprecio por los más en beneficio de su exclusividad minoritaria y poderosa.

En las acciones de separación de las mayorías en beneficio de las minorías es necesario desenmascarar la injusticia oculta y la traición al bien común. Un Estado como el nuestro, que se precia de ser democrático, no puede coexistir con las prácticas segregacionistas que favorecen a unos pocos a costa de ser injustos con los muchos. La riqueza escandalosa del 10% de la población mundial, en perjuicio de la pobreza del 90% exige redefinir y reorientar eso que entendemos por desarrollo.

Según diversos estudios de SEDESOL, en el ámbito de nuestro país se advierte que los índices de pobreza y de pobreza extrema no varían significativamente entre el 2010 y el 2015, es decir, el 52% de los mexicanos vive en condiciones de pobreza, y dentro de éstos el 30% en pobreza extrema.

En los hechos, los conceptos de igualdad tan traídos y llevados en los discursos políticos y en los textos legislativos, por ejemplo, en el acceso a la educación, la justicia o en los servicios de salud, desde luego, no resisten el más mínimo análisis, precisamente porque las verdaderas acciones de gobierno no se realizan acuñando frases vacías y retóricas que se repiten una y otra vez, como si a fuerza de esos ejercicios de mala retórica, la realidad de la injusticia que entraña toda segregación fuera menos dolorosa para quien la sufre.

Pensemos, por ejemplo, en el acceso a los servicios de salud que ofrece el Estado, aun cuando se anuncian como iguales para todos, en realidad una cosa es la afiliación como prerrequisito y otra muy distinta el acceso efectivo. Así, claramente se advierte que aquello que se ofrece como igual, en realidad no lo es; la oferta de servicios y medicamentos del IMSS no es la misma que la del Seguro Popular; la oferta educativa de la UNAM o el IPN no es la misma que la de las universidades estatales.

El rechazo, la exclusión, la marginación y el descarte se repiten en todos los ámbitos, niveles y actividades, desde las formas más burdas y evidentes entre minorías de ricos frente a muchedumbres de pobres como paisaje urbano que muestra a propios y extraños el verdadero rostro de la injusticia, hasta las formas más elaboradas del mismo mal social que en los niveles de la marginalidad replica las formas de la exclusión, en una dinámica de desprecio por los otros, contraria a la dignidad humana y a los derechos que le son propios. De manera que el verdadero reto del gobierno eficaz es la inclusión, el bien común por definición es difusivo e incluyente.

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