Aguascalientes

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Parte de los deseos de la humanidad —siempre incumplidos e insatisfechos— es el anhelo de la dinámica social sin conflicto, en armonía. En 1995, la ONU proclamó el “Año internacional de la tolerancia”, precisamente con ocasión de los 50 años de los campos de exterminio en Auschwitz y de las bombas nucleares sobre la población de Hirosima, porque, a pesar de las atrocidades vividas, la humanidad ha continuado su tránsito rompiendo el compromiso del “nunca más” que hizo nacer esa organización en 1945, tal como ocurre ahora en tantos dramas humanos e injusticias que sufren millones de personas en todos los continentes, en obligada migración, donde ciertamente las mujeres, los ancianos y los niños son quienes padecen en mayor medida los horrores de la explotación, la tortura, la violación y la deportación; en este contexto vale la pena preguntar ¿en verdad nunca más?, ¿cómo explicar y justificar lo que ahora ocurre?

Desde tiempos inmemoriales, el mundo sueña con la tolerancia porque advierte en ella un bien posiblemente inalcanzable, pero siempre deseable. En todos los países, con frecuencia el discurso político hace referencia a esta virtud, fácil de aplaudir, difícil de practicar y aún más complicada de explicar, pero que forma parte de aquello que se considera “políticamente correcto”, así, un presidente o jefe de estado debe mostrarse públicamente tolerante, aun cuando en realidad sus decisiones y acciones de gobierno estén muy lejos de serlo.

La noción clásica de tolerancia política ofrece una gran complejidad en su comprensión; se define como “la acción de gobierno consistente en permitir el mal sin aprobarlo”. Ya de entrada es evidente que el concepto ofrece dos significados en clara oposición: de un lado, al permitir el mal se hace presente la diversidad de posturas y de propuestas existentes en el seno de lo social y que deben ser respetadas porque forman parte del derecho humano a la libre expresión del pensamiento, pero también la tolerancia supone que quien gobierna no tome partido ni postura por ninguna como signo de aprobación.

Tal como se advierte, para el gobernante resulta de la mayor complejidad decidir cuándo y cómo permitir el mal sin aprobarlo, porque esto requiere del profundo conocimiento de la situación, de manera que pueda tener clara idea de los bienes que pueden ser afectados y de las consecuencias que necesariamente se seguirán. Como es claro, ante una decisión de tolerancia o intolerancia el gobernante debe pedir consejo, porque no se trata solo del prestigio y la respetabilidad de su autoridad, de la debilidad o de la fuerza con que hace sentir su gobierno, sino de conducir a la población que se le ha sido confiada en orden y en paz.

La delgada línea que separa la tolerancia de la intolerancia se llama derechos humanos, y quizás ése sea el problema de fondo. El núcleo de aquello que puede ser permitido o reprimido debe tener como referente la dignidad de las personas, de manera tal que para ser reales, el pluralismo y la tolerancia exigen claridad y aceptación mundial sobre el contenido y las implicaciones de aquella Declaración Universal de los Derechos Humanos, suscrita en 1948.

El nivel de complejidad y de intereses en disputa, tan propio de la era global en que vivimos, exige criterios y referentes obligados para todos los habitantes del planeta, de manera que los gobernantes tengan claridad respecto de aquello que es tolerable o intolerable, a la luz del imperativo jurídico y moral de los derechos humanos.

En su “Tratado de la clemencia”, texto que le escribe a su ex alumno Nerón, el filósofo estoico Séneca dice que el gobernante debe ejercer su poder con clemencia, es decir, con tolerancia, porque la clemencia no es compasión o capricho, sino expresión de razón, razón de estado.

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