Aguascalientes

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En la antigua Grecia, cuna de la cita cuatrienal, se convocaba a los hombres más fuertes y bellos a reunirse a los pies del Monte Olimpo, con la alegría, el genuino afán de competencia y el sentido religioso y espiritual que marcaba para siempre sus vidas en torno del deporte, mostrando a todos los habitantes de la Hélade su valor, destreza y fuerza al realizar diversos ejercicios; el premio era la corona de laurel sobre su frente como muestra del reconocimiento al esfuerzo realizado.

Los Juegos Olímpicos nacieron del ingenio griego como una forma de competir sin destruir, de reconocer y admirarse del talento de los mejores. A los participantes les motivaba el deseo de reconocimiento como ejemplo de vencimiento personal: más alto, más fuerte y más lejos se convirtieron en los objetivos implícitos en los logros de los atletas.

Los Juegos Olímpicos no sugerían una guerra, ni el desprecio de los otros, todo lo contrario, se trataba de un encuentro amistoso, pacífico y armonioso para reconocer a los mejores, a aquellos que se habían preparado por largo tiempo con denuedo y disciplina, ofreciendo a los dioses y a sus paisanos el fruto logrado de su dedicación en el dominio de su propio cuerpo.

Ser atleta olímpico suponía el reconocimiento comunitario de quienes se preparan para alcanzar la victoria, la gloria y el honor que se extendía a los habitantes de la ciudad de donde provenían. Llegado el día, sus paisanos los despedían con gran entusiasmo y los esperaban de regreso con los mejores deseos de triunfo y las coronas de laurel adornando sus cabezas; así, la gloria olímpica no suponía el sometimiento y destrucción del otro, como ocurre en la guerra, sino distinguir la grandeza de quienes se probaron a sí mismos frente a los mejores y resultaron vencedores; la nobleza y el honor eran valores sociales que inspiraban un genuino sentido de orgullo y pertenencia.

El espíritu olímpico era parte de la esencia griega, expresión de una sociedad con la educación y la sensibilidad para saber apreciar la belleza, el esfuerzo, la nobleza y la enorme dificultad que supone alcanzar la victoria. Para ellos era tan importante el cuerpo como el alma; mente sana, en cuerpo sano constituían un binomio inseparable, el deporte como estilo de vida debía ser práctica habitual de los mejores hombres, aun cuando no todos alcanzaran el triunfo,  el honor y la gloria.

El filósofo Platón también fue atleta olímpico; su alumno Aristóteles decía, que a las olimpiadas acudían tres clases de personas; los atletas que se habían preparado y esperaban con impaciencia el momento de la competencia para ponerse a prueba y alcanzar el triunfo; los comerciantes que aprovechaban la gran afluencia de personas para vender sus mercaderías y el público que asistía al gran espectáculo de las contiendas, espectadores emocionados que presenciaban las proezas atléticas, llenándose de alegría y orgullo por los logros deportivos.

A más de 2500 años de distancia, mucho de estas motivaciones y valores se han olvidado o perdido al hacer del deporte y sus atletas mercaderías de espectáculo, objetos de consumo desechables. En los hechos se pretende negar que el deporte es un tipo de actividad tan necesaria como exigente y difícil; ayer como ahora la preparación física y psicológica no garantizan el triunfo al que todos los competidores aspiran con pasión y ambición, el atleta debe vencer para convencer que es el mejor, y este objetivo solo lo alcanzan quienes ante la vista de todos, logran imponerse de manera limpia, alcanzando ese instante de gloria y felicidad que marca sus vidas para siempre.

Los atletas que asisten a las olimpiadas son los mejores de cada país o comunidad, y merecen respeto y consideración por su esfuerzo y dedicación. Más allá del resultado, ofenderlos por la falta de triunfos no solo es lesionar su dignidad como personas, además, es expresión de desprecio a la comunidad de donde provienen, en definitiva, es negar los valores de armonía, competencia y paz que inspiraron el sueño olímpico.

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