Aguascalientes

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En la contienda electoral por la gubernatura de 12 estados, el pasado 5 de junio, es evidente que más allá del triunfo político del PAN sobre el PRI la gran perdedora del proceso es la ciudadanía. Nuestro sistema democrático es simple y un voto hace la diferencia entre ganar y perder, sin importar a cuanto ascienda o cuál sea el número real de electores inscritos en el padrón que sufragaron. Así se explican “triunfos” con abstencionismos altísimos, que dan cuenta de la llegada de personas con enormes carencias morales y profesionales a puestos de gobierno, haciendo de su ejercicio del poder un continuo de actos de corrupción que en nada benefician ni respetan a los gobernados.

Desde luego, parte fundamental del juego político es festejar los triunfos, pero ¿cómo se puede llamar victoria al resultado electoral de ventaja obtenido en el universo de un padrón donde más del 50% de la ciudadanía no votó o anuló su voto? Desde la perspectiva de la teoría política, la democracia se justifica como forma de gobierno porque es capaz, al menos en teoría, de construir un modelo de bienestar social en consistencia con los derechos humanos, garantizando la seguridad y la paz.

Como estamos viendo, lamentablemente en ningún estado de todo el país se cumple con las exigencias mínimas que justifican el altísimo costo de vivir, en teoría, en democracia; pero además, la propia esclerosis gubernamental ha creado una compleja y carísima parafernalia electoral, que lejos de alentar la participación ciudadana en el desarrollo de una cultura cívica robusta y saludable, advertimos que a posiciones de gobierno arriban grupos de interés que se reparten el poder y los privilegios, de manera que ante ese lamentable y reiterado espectáculo de corrupción, los ciudadanos desconfían y se abstienen de participar. Cada vez es más frecuente que a los gobernadores que terminan su gestión —hinchados de dinero mal habido, con sobreendeudamiento de sus estados— al dejar el cargo se inicie en su contra un proceso de persecución judicial, auspiciado por el gobernador entrante; estas dinámicas de posicionamiento del nuevo gobierno, al exhibir el límite de la perversión democrática, hacen un gravísimo daño al país.

Más allá del triunfal marcador electoral 2016: 7 para el PAN, 5 para el PRI, es notorio el agotamiento del sistema democrático; entre otros factores porque los partidos políticos no han sido capaces de generar liderazgos morales sólidos, a fin de identificar a los militantes que se han distinguido por su testimonio de lucha por causas comunes, para que los potenciales electores en verdad los identifiquen y genuinamente se unan a su esfuerzo. En repetidas ocasiones, los candidatos a gobernador aparecen de repente en el estado y se acuerdan que allí nacieron, pero carecen de raíces, de auténtico reconocimiento social y trabajo político.

La democracia mexicana está urgida de partidos políticos cuyas plataformas, idearios e ideologías superen con éxito la prueba de la coherencia para confrontar y desenmascarar a quienes lucran con la corrupción política, quienes a lo largo de décadas y de sucesivos ejercicios teóricamente democráticos, han mantenido los mismos niveles de violencia y pobreza presentes en todo el país como macabro paisaje de desesperanza.

En 2017 habrá otro proceso electoral, y además se estarán preparando ya los oscuros amarres y componendas para “la madre de todas las elecciones”, es decir, la presidencial de 2018. La vida del país se consume en esta frívola inercia electorera que ignora o posterga la necesaria reflexión sobre nuestros graves problemas y la urgente necesidad de reconocerlos para superarlos mediante acciones programadas y dialogadas entre gobernantes y gobernados, y de esta manera sacar adelante al país. El filósofo Séneca afirmaba; para quien carece de rumbo, todos los vientos le son adversos. Ya es tiempo de definir el rumbo de la democracia en México.

 

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