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Los habitantes del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, o como sea que se llame el antiguo y bello Valle de Anáhuac, están siendo castigados, una vez más, por el abuso de poder de las autoridades, que en un gesto frívolo y simplista pretenden acabar con la contaminación ambiental restringiendo aún más el uso de los automóviles particulares, como si la complejidad de los problemas ecológicos admitiera, para su solución, el capricho de decisiones al vapor. Vale recordar la obligación que recae sobre los ciudadanos de mantener en buen estado sus vehículos, de manera que pasen la así llamada prueba semestral de verificación de contaminantes, sin “brinco”. Además, la medida que en este mes de abril ha entrado en vigor exige que sin excepción, es decir, todos los autos particulares dejen de circular un día a la semana y un sábado de cada mes.

Las multas a los conductores y el confinamiento de sus vehículos en el corralón, imponen cargas y molestias excesivas, injustas y por demás arbitrarias a los ciudadanos, que desde luego no padecen quienes conducen vehículos públicos en esta misma ciudad, empezando por los de transporte de personas, camiones, microbuses, metrobuses, que hacen ostensible derroche de humos contaminantes, lo mismo que las patrullas y los camiones recolectores de basura. Cargar en los vehículos particulares todo el peso de la desatención de este grave problema de la ciudad capital del país, o como ahora se llame, resulta una medida impopular y demagógica que fue inventada por el entonces jefe de gobierno y fallido candidato presidencial, hoy ya fallecido, Manuel Camacho Solís.

Desde luego la molestia ciudadana es enorme, las preguntas sin respuesta no se dejan esperar, entre otras; ¿de qué sirve pagar tenencia, licencia, refrendo, tarjeta de circulación, placas, verificaciones semestrales, seguros y hologramas? Y todo eso aplica sólo para el ciudadano de a pie, no para los gobernantes y funcionarios que disponen de autos adquiridos con dineros de los propios ciudadanos.

Sin lugar a dudas, el impacto favorable al descongestionarse algunas vialidades, calles y avenidas es percibido fácilmente, pero no nos engañemos, la contaminación del aire no disminuirá, tal como han afirmado y demostrado científicos de la UNAM, de la UAM y del IPN en diversos foros. Precisamente, en esas mesas de reflexión de expertos han surgido propuestas valiosas, ellos recomiendan revisar las operaciones industriales de las fábricas instaladas en la ciudad, la urgente mejora del transporte público y de las gasolinas que se venden, así como la reubicación de los basureros abiertos; del aeropuerto capitalino y de la Refinería de Tula, cuya quema de combustóleo continuamente tiñe de negro el horizonte y cielo de la ciudad capital, donde viven los 20 millones de personas y donde también circulan más de 5 millones de vehículos.

Resulta por demás extraño y decepcionante que quienes gobiernan la urbe metropolitana, recurran a una solución que a lo largo de 27 años ha probado su ineficacia para combatir el problema de la deficiente y tóxica calidad del aire. En lugar de acudir al refrito de una solución rancia e inoperante, estos funcionarios tan puestos y dispuestos para los discursos, las giras y los viajes internacionales, de promoción de la ciudad, dicen ellos, deberían trabajar en el desarrollo de políticas públicas que desincentiven el uso del automóvil particular a fuerza de ofrecer transporte público eficiente y de calidad, por su limpieza, seguridad, puntualidad, suficiencia y accesibilidad, tal como ocurre en muchas ciudades capitales de países de Europa que ellos visitan con frecuencia. Además, también deberían atender, renovar y reglamentar el uso de los vehículos de servicio público, cuyo mantenimiento es nulo, al ritmo de su desplazamiento arbitrario, ruidoso y contaminante, expresión de la impunidad y la corrupción que todos los días circula por la CDMX.

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