Editoriales

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En la parte final del discurso que el Papa Francisco dirigió a los obispos de México en su visita, los interpela de modo enérgico y les pide ser sensibles al tesoro de cultura y de tradición en que se ha forjado el pueblo mexicano, de manera que atiendan a los files con auténtico sentido de compromiso, con genuino interés por las personas, al tiempo que les exhorta a asumir su grave responsabilidad, dejando fuera ambiciones, envidias y murmuraciones a fin de concentrarse y concretar sus esfuerzos para que los mexicanos en realidad avancen por caminos de verdad y de justicia.

Les ruego no caer en la paralización de dar viejas respuestas a las nuevas demandas. Vuestro pasado es un pozo de riquezas donde excavar, que puede inspirar el presente e iluminar el futuro. ¡Ay de ustedes si se duermen en sus laureles! Es necesario no desperdiciar la herencia recibida, custodiándola con un trabajo constante. Están asentados sobre espaldas de gigantes: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, fieles hasta el final, que han ofrecido la vida para que la Iglesia pudiese cumplir la propia misión.

Por tanto, es necesario para nosotros, pastores, superar la tentación de la distancia —y dejo a cada uno de ustedes que haga el catálogo de las distancias que pueden existir en esta Conferencia Episcopal; no las conozco, pero superen la tentación de la distancia— y del clericalismo, de la frialdad y de la indiferencia, del comportamiento triunfal y de la autorreferencialidad. Guadalupe nos enseña que Dios es familiar, cercano, en su rostro, que la proximidad y la condescendencia, ese agacharse y acercarse, pueden más que la fuerza, que cualquier tipo de fuerza.

La necesidad de familiaridad habita en el corazón de Dios. Nuestra Señora de Guadalupe pide, pues, únicamente una casita sagrada. Nuestros pueblos latinoamericanos entienden bien el lenguaje diminutivo —una casita sagrada— y de muy buen grado lo usan. Quizá tienen necesidad del diminutivo porque de otra forma se sentirían perdidos. Se adaptaron a sentirse disminuidos y se acostumbraron a vivir en la modestia.

La Iglesia, cuando se congrega en una majestuosa Catedral, no podrá hacer menos que comprenderse como una casita en la cual sus hijos pueden sentirse a su propio gusto. Delante de Dios sólo se permanece si se es pequeño, si se es huérfano, si se es mendicante. El protagonista de la historia de salvación es el mendigo.

La Guadalupana está ceñida de una cintura que anuncia su fecundidad. Es la Virgen que lleva ya en el vientre el Hijo esperado por los hombres. Es la Madre que ya gesta la humanidad del nuevo mundo naciente. Es la Esposa que prefigura la maternidad fecunda de la Iglesia de Cristo. Ustedes tienen la misión de ceñir toda la Nación mexicana con la fecundidad de Dios. Ningún pedazo de esta cinta puede ser despreciado.

A este Pueblo mexicano, le ayudará mucho un testimonio unificador de la síntesis cristiana y una visión compartida de la identidad y del destino de su gente. En este sentido, sería muy importante que la Pontificia Universidad de México esté cada vez más en el corazón de los esfuerzos eclesiales para asegurar aquella mirada de universalidad sin la cual la razón, resignada a módulos parciales, renuncia a su más alta aspiración de búsqueda de la verdad.

La misión es vasta y llevarla adelante requiere múltiples caminos. Y, con más viva insistencia, los exhorto a conservar la comunión y la unidad entre ustedes. Esto es esencial, hermanos. Esto no está en el texto pero me sale ahora. Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios que después van a rezar juntos, a discernir juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal. Comunión y unidad entre ustedes. La comunión es la forma vital de la Iglesia y la unidad de sus Pastores da prueba de su veracidad. México y su vasta y multiforme Iglesia, tienen necesidad de Obispos servidores y custodios de la unidad edificada sobre la Palabra del Señor, alimentada con su Cuerpo y guiada por su Espíritu, que es el aliento vital de la Iglesia.

No se necesitan príncipes, sino una comunidad de testigos del Señor. Cristo es la única luz; es el manantial de agua viva; de su respiro sale el Espíritu, que despliega las velas de la barca eclesial. En Cristo glorificado, que la gente de este pueblo ama honrar como Rey, enciendan juntos la luz, cólmense de su presencia que no se extingue; respiren a pleno pulmón el aire bueno de su Espíritu. Toca a ustedes sembrar a Cristo sobre el territorio, tener encendida su luz humilde que clarifica sin ofuscar, asegurar que en sus aguas se colme la sed de su gente; extender las velas para que sea el soplo del Espíritu quien las despliegue y no encalle la barca de la Iglesia en México.

Queridos hermanos, el Papa está seguro de que México y su Iglesia llegarán a tiempo a la cita consigo mismos, con la historia, con Dios. Tal vez alguna piedra en el camino retrasa la marcha, y la fatiga del trayecto exigirá alguna parada, pero no será jamás bastante para hacer perder la meta. Porque, ¿puede llegar tarde quien tiene una Madre que lo espera? ¿Quién continuamente puede sentir resonar en el propio corazón “no estoy aquí, Yo, que soy tu Madre”?

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