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Una de tantas expresiones de la época en que estamos inmersos tiene que ver con la globalización como mecanismo imparable de intercambio cultural, comercial, de bienes y servicios a los que tenemos acceso desde la comodidad de un clic, en un juego de pretendida felicidad y cercanía respecto de quienes viven y de lo que ocurre y se produce en cualquier parte del planeta, en el mismo instante en que sucede, superando las distancias geográficas, las dificultades de los idiomas y las equivalencias económicas.

Las plataformas tecnológicas de Facebook, Instagram y Twitter, por referirme a las más conocidas, están contribuyendo significativamente a la generación de una imagen globalizada y borrosa de felicidad eterna; millones de usuarios, saturan sus espacios con imágenes concebidas para quedar plasmadas en la foto; retocadas, ensayadas y estudiadas, instantes atrapados que sugieren la realización de sueños, logros, medallas y trofeos, en ocasiones distantes de la realidad cotidiana inmersa en las complicaciones y dificultades de la vida ordinaria.

Al parecer, sin tomar conciencia plena, ha surgido entre los seres humanos globalizados la necesidad de atar la vida al teléfono celular, ese dispositivo electrónico móvil que permite el intercambio ilimitado de imágenes autorreferenciales al sujeto portador del aparato, o en la modalidad más obvia a manera de selfies; ver y ser vistos en situaciones extraordinarias, felices o tristes como si la carga emocional que proyecta la imagen, por estar inmersa en el tiempo, perdiera su esencia efímera.

En cierta forma, las dinámicas del posteo de imágenes de eterna felicidad o de situaciones extraordinarias alimenta y aumenta la adicción al celular. Para los usuarios se ha convertido en importante ser continuos protagonistas de lo extraordinario, así, el número de likes que los amigos reales o desconocidos otorgan a esas fotos refuerza la adicción, haciendo evidente la necesidad, siempre en aumento, de ser vistos y de recibir comentarios respecto de aquellas fotos que se muestran.

En otra época de la historia humana, los álbumes de fotos familiares o personales constituían un tesoro de recuerdos y experiencias vividas que se compartían y miraban con gusto y respeto por los íntimos y familiares, precisamente porque se trataba de un pasado común, de lazos, experiencias y anécdotas con que se escribía la historia personal y común; hoy, imprimir fotos y llenar las páginas de álbumes es casi una práctica extinguida, porque todas se depositan en recipientes electrónicos que pueden ser compartidos al alcance de un clic, de manera que la mejora sustancial de la calidad de estas nuevas fotos digitales es proporcional a la superficialidad de la intimidad que corre por el ciberespacio.

Desde luego, no se trata de negar las grandes ventajas de los nuevos sistemas de comunicación, sino de reflexionar en la pertinencia de aquello que se comparte por medio de imágenes digitales. La sobreabundancia de fotografías que expresan eterna felicidad, en alguna forma sugiere la imposibilidad real de permanencia en ese estado de vida, que naturalmente es efímero y fugaz, en consecuencia, al compartir de modo abierto las experiencias significativas de la vida plasmadas en fotos, éstas pierden su sentido de intimidad y de lazo entrañable, constitutivo de afectos profundos.

Las enormes potencialidades de los actuales teléfonos celulares y el internet deben llamar nuestra atención sobre la racionalidad de su uso. Más allá de la existencia de legislación respecto de contenidos, alcance y confidencialidad de la información, lo urgente es acometer el reto de educación para que los usuarios aprendan a usar estas herramientas tecnológicas de manera inteligente, precisamente porque la intimidad de los contenidos que se hacen públicos abre la posibilidad de la trivialización de la vida y de múltiples riesgos de usos indebidos.

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