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El primer mes del año, enero, recibe su nombre de Jano, Janus, Ianus, el dios romano que posee un doble rostro, una cara ve al pasado que se ha ido y la otra mira al futuro que vendrá. En el imaginario de la cultura latina, las representaciones de esta deidad marcan el inicio y final de un ciclo y a él se le ofrecen las actividades que empiezan y también las que concluyen de manera cíclica como por ejemplo las siembras y cosechas anuales.

Sin lugar a dudas, la conciencia del paso del tiempo por nuestra vida ha sido motivo de reflexión y de experiencia personal, el tiempo pasa y el tiempo pesa, en ocasiones agobia y aflige y en otras es tan grato su trascurrir que parece avanzar con gran prisa, sin poder detenerlo. Así, el inicio de cada año constituye mucho más que el recuento del pasado, la esperanza del futuro, la realización de nuevos proyectos; en alguna forma nos llenamos de ilusión mirando al futuro con su natural indefinición, al mismo tiempo luminosa y atrayente.

Aristóteles, intentando definir y explicarse qué es el tiempo como constante que da cuenta del cambio que se verifica en todos los seres, lo precisó como “la medida del movimiento según un antes y un después”. Bajo esta concepción, lo único real y existente es el presente, con su incapacidad propia para ser atrapado o detenido, así, el pasado ya no es, se ha ido y el futuro es incierto, aún no llega y no sabremos si vendrá.

Reflexionar unos minutos sobre la temporalidad de la existencia humana permite darnos cuenta que aun cuando nuestra vida se mide por los ciclos anuales que van marcando nuestra edad, lo cierto es que el correr del tiempo es siempre personal, personalísimo; la forma en que su transcurrir marca nuestra historia vital es propio de cada individuo, incluso en quienes han vivido la misma experiencia; el modo de significación cambia por la sensibilidad y el aprecio emotivo del tiempo vivido que matizan la trayectoria vital de cada persona.

La expectativa de un año que inicia invita a tomar conciencia respecto de lo vivido y también de lo que falta por trascurrir en el itinerario vital personal, en ese sentido, cada individuo, no importa su edad, es una posibilidad siempre abierta a nuevas realizaciones, mientras haya vida, precisamente porque el ser humano es de un modo tan particular que su ser es una tarea. La persona, por su libertad, puede orientar su vida y hacer de ella misma una realización que le llene de felicidad y plenitud. En gran medida el transcurrir del tiempo se presenta como oportunidad de realización y no solo como continuidad de días, semanas y meses que registran la personal caducidad.

La conciencia del transcurrir del tiempo, ha llevado a los filósofos existencialistas a afirmar que “nacer hombre, supone el reto de hacerse humano”, este sentido simbólico explica la necesidad de humanizar el tiempo, disfrutando el presente y proyectando el futuro hacia nuevas y mejores realizaciones, de manera que el devenir o futuro se reconozca como posibilidad creadora y no como temporalidad que esconde la fatalidad del tiempo que se ha ido.

La inminencia del año que inicia es tiempo propicio de propósitos realistas y concretos que en el transcurrir de los días deben llenar nuestras horas de actividades específicas; una especie de pequeños escalones que nos permitan mirar el camino ascendente de mayores realizaciones y, desde luego, aquellos objetivos vitales que inspiran el trayecto, por muy personales que sean, no excluyen a los demás, precisamente porque cualquier meta o proyecto personal, en alguna forma siempre los incluye, así se explica que la satisfacción de las metas alcanzadas es signo de felicidad compartida.

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