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La celebración tradicional del día de muertos, al inicio del mes de noviembre, supone mucho más que la ocasión de reunirse para recordar a quienes ya no están con nosotros. El acto mismo de acudir al cementerio y depositar allí, en lugar preparado para ello, el cuerpo de la persona fallecida, constituye el implícito reconocimiento de que el dolor que produce la muerte trasciende a la vida misma, y por ello, los muertos, nuestros muertos, están enterrados o incinerados en algún lugar perfectamente identificado y al que se acude por lo menos una vez al año.
Celebrar a los difuntos es un acto religioso, inserto en una de las más antiguas y sólidas tradiciones populares. En el contexto de esas fiestas fúnebres lo que en realidad se afirma es la fe en el misterio que manifiesta la trascendencia de la vida humana, más allá del tiempo que dura una vida, de manera que los difuntos viven en el recuerdo de quienes los amaron, y también las obras que realizaron y por las que son recordados.
Tal como ocurre en cada año, los parientes del difunto acuden al cementerio a dejarle flores en su tumba, a rezarle oraciones y a pedir su intercesión por determinados asuntos. La etimología de esta palabra, de origen griego, nos remite al concepto de dormitorio, y es que en el fondo, la realidad de la muerte física y material es reconocida como tránsito obligado de la vida trascendente.
La celebración de los muertos no supone una negación de la muerte misma, sino la serena aceptación de una realidad escatológica, que simultáneamente es afirmación de la vida; así, el concepto mismo de cementerio, emparentado en su origen con el de dormitorio, sugiere un estar allí, descansando, al tiempo de no ser un lugar definitivo.
En el contexto de la tradición de cada comunidad, el día de muertos supone una celebración especial que continua incluso después de la obligada visita al cementerio, la limpieza de las tumbas, las oraciones y las flores. Los parientes a quienes convoca la vida trascendente del difunto prolongan la celebración con el consumo de comida especial, que ofrece la oportunidad de la convivencia familiar y las muestras de afecto; un fragmento de una canción popular de día de muertos dice: la muerte al separarnos del que se aleja, nos enseña a acercarnos a los que deja.
Aceptar la condición mortal de toda persona requiere contar con la madurez de encarar la brevedad del tiempo de la vida, para realizar en ella el proyecto vital que cada uno se ha formulado. Reconocer la inevitable terminación de la vida supone una invitación a aprovecharla de verdad, mientras dura, porque el tiempo perdido es imposible reponerlo después. La vida es un continuo que no admite detenerse ni retroceder.
Con frecuencia, las grandes experiencias vitales que marcan la vida se relacionan con la muerte, porque sacuden la existencia y la conciencia, así, el dolor, la aflicción, la pérdida y el fracaso pueden ser mirados como anticipaciones de la muerte, pero en realidad no lo son, precisamente porque de manera natural la vida y la muerte ocurren en la persona, pero sin la voluntad del propio individuo que vive o muere.
Desde luego, la experiencia personal de reflexionar sobre los misterios de la vida y de la muerte obligan a tomar conciencia sobre el silencio y la falta de respuesta ante acontecimientos dramáticos que terminan con la vida de quienes amamos, resultando inexplicables por el dolor y la ausencia que nos causan y remitiéndonos a la oscuridad del más allá, haciendo evidente lo irremisible de nuestra vida y su trascendencia por las obras realizadas y los afectos cultivados.
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