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Actualmente, uno de los grandes desafíos que vivimos tiene que ver con los desarrollos científicos y tecnológicos y con la complejidad y variabilidad de problemas humanos que se presentan en las dinámicas sociales. Del reconocimiento de estos cambios, surge la necesidad del dictamen de las así llamadas “comisiones de ética”, esos grupos formados por expertos que en principio conocen de la ciencia médica, jurídica, técnica, biológica de que se trate la materia específica del problema, además del saber filosófico pertinente como para opinar en términos de ética aplicada.

Como es de suponerse, se trata de cuestionamientos límite, donde se hace evidente la carencia e insuficiencia de las leyes jurídicas vigentes y la necesidad de atender y recomendar, por ejemplo, en materia de la vida y la muerte de las personas, del dolor y el sufrimiento, del respeto a la dignidad humana presente o no en la realización de ciertos trabajos o tareas materia de contratación laboral, de la utilización de ciertos productos o procedimientos para obtener resultados más abundantes y un sin número de casos que llaman a la reflexión ética, en lo que hoy se conoce desde los ámbitos académicos como bioética o bioderecho.

Estas complejidades y la frecuencia de situaciones inéditas muestran que se requieren conocimientos antropológicos, éticos y morales que hoy están ausentes en las mesas de expertos, precisamente porque durante mucho tiempo se descuidó la reflexión filosófica en el proceso de formación universitaria para dar paso a la preeminencia del conocimiento técnico, como si en el dominio de la materia se agotaran las posibilidades de la acción humana, y como si por la vía de la tecnificación se resolvieran mágicamente los grandes problemas humanos que hoy exigen ser atendidos: la pobreza, la ignorancia, el comercio de personas, la migración, la corrupción, la injusticia, la contaminación, la concentración de la riqueza en unos cuantos, etc., etc.

Algunas de las falsas respuestas a los desafíos éticos y morales de nuestro tiempo son el consecuencialismo y el utilitarismo. Bajo la mirada de estas posturas, corregir o no una acción o decisión depende de las consecuencias; de la utilidad o el perjuicio que representa, así entienden que una obra será correcta si produce tanto bien como cualquier otra y será obligatoria si proporciona mayores bienes que cualquier otra, es decir, deben verificarse aquellas actividades que en su conjunto generen más utilidad que daño en términos de resultado inmediato, inmersas en una interpretación simplista que no resiste un serio análisis moral.

Desde luego, se entiende que bajo la ética consecuencialista o utilitarista es posible justificar cualquier atropello a la dignidad humana y a la sustentabilidad del planeta. En el fondo nos encontramos ante una variante de aquella expresión del cinismo rancio que afirma que “el fin justifica los medios”, así se pretende explicar o justificar hoy la transformación de imperativos morales en imperativos técnicos o de mercado. Por ejemplo, para aumentar las utilidades de una empresa es aceptable emplear mano de obra infantil reducida a esclavitud, o el comercio de personas para que realicen actividades de circo, divertimento y prostitución, porque se trata de niños o de adultos migrantes indocumentados que de otro modo morirían de hambre, o suministrar medicamentos caducos a enfermos terminales, porque de cualquier forma van a morir y resulta más económico apresurar el proceso.

De manera que la auténtica reflexión ética y moral debe estar presente allí donde se toman decisiones que impactan la vida de las personas y la sustentabilidad del planeta, y desde luego, es necesaria la existencia de comisiones de ética para hacer evidente en cada caso concreto los principios éticos que pueden ser lesionados por las decisiones consecuencialistas o utilitarias, de modo que se evite anteponer los intereses económicos a los principios éticos, porque no todo lo que se puede se deber hacer. El bien más valioso del ser humano no es el económico sino la vida misma, y separarla de su dignidad o pretender que tiene un precio supone una grave confusión moral que se debe evitar y superar.

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