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En el contexto de los primeros quince años de este violento e incierto siglo XXI, la extensa y ambigua expresión “salud pública” sin lugar a dudas exige múltiples matices y reflexiones.
Al observar el estilo de vida de los jóvenes, sus prácticas y costumbres, se advierte que la salud emocional y mental de este segmento de población, a nivel mundial, atraviesa por grandes y complejos desafíos por la violencia que se ha incorporado a sus dinámicas de relación y convivencia. También es importante señalar el aumento en la frecuencia y la intensidad en el consumo de sustancias adictivas y drogas, así como la falta de valores morales presentes y significativos en la cultura y la civilización contemporánea. Hoy en día, la vida se ha convertido en un fugaz objeto de consumo para los jóvenes, que es preciso disfrutar con la mayor prisa y urgencia posible, donde el objetivo de la riqueza material se confunde con la felicidad y plenitud personal.
Esta inquietante realidad mundial, desde luego adquiere matices específicos en el ámbito de nuestro país, pero es igualmente grave, por ejemplo, llama la atención que no existan políticas públicas sólidas para atender las necesidades y los derechos de los adolescentes y los jóvenes en materia de sexualidad y salud reproductiva; también es importante señalar la carencia de opciones de educación media y superior de calidad, que sean atractivas para ellos y los formen integralmente, permitiéndoles desarrollar algún oficio por si deciden no transitar a la educación universitaria; además cabe destacar la reiterada incapacidad del Estado para integrar a los jóvenes a las estructuras productivas del país, con empleos estables y bien pagados que les ofrezcan un horizonte de vida y desarrollo profesional.
Las cifras del INEGI y de la Organización Mundial de la Salud (OMS), refieren que en nuestro país el número de casos de adolescentes embarazadas, ha aumentado de manera acelerada así como la edad en que los jóvenes se inician en el consumo de alcohol y drogas que se calcula entre los 12 y los 15 años. Al menos, asociados a estos factores que desde luego se mezclan con la violencia, se calculan cifras cercanas a las 26,000 muertes anuales vinculadas a esos riesgos.
Este terrible panorama nacional impacta al segmento de población más vulnerable, aquellos que casi saliendo de la niñez se incorporan a una sección poblacional de gran riesgo y desatención. En términos de salud pública, en el pasado se han realizado acciones consistentes para proteger a la infancia, tal es el caso, por ejemplo, de las campañas de vacunación infantil y de alimentación de los recién nacidos con leche materna, o aquellas otras que incorporaron la educación preescolar como obligatoria.
Sin embargo, para aquellos niños que transitan a la adolescencia y a la primera juventud en realidad no existen programas gubernamentales que los atiendan y protejan frente a las diversas acechanzas que pueden truncar sus vidas. En medio de todas las urgencias por las que atraviesan las agendas nacionales, no se percibe que el asunto de los adolescentes y los jóvenes se esté atendiendo con consistencia y seriedad, de manera que la violencia, la vagancia y los vicios expanden su efecto corruptor, y al impactar en esas generaciones tan tempranas, desde luego el futuro poblacional del país se advierte gravemente comprometido.
Una de las primeras responsabilidades que deberá asumir la nueva Cámara de Diputados en el próximo mes de septiembre será la de elaborar el presupuesto nacional para el próximo año, ahora que se supone se discutirá y configurará desde cero, es decir, no asumiendo por inercia partidas y gastos indiscriminados, ojalá se le conceda al desarrollo de políticas públicas y programas reales y eficaces en materia de adolescentes y jóvenes la atención que merece, sin duda la mejor inversión en salud que se puede hacer con los dineros públicos es cuidarlos y proveer para ellos un mejor futuro.
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