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Sin duda, uno de los valores sociales más firmes en nuestro tiempo es el de la democracia como forma de organización y vida comunitaria. Hoy se entiende, con un nivel de aceptación casi unánime, que la fuente de la ley y del derecho necesariamente es expresión de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, de manera que cuando se impone a la sociedad algo, como obligatorio y no querido por la mayoría, se advierte con carácter de atentado a la democracia que lesiona la libertad y los derechos del ciudadano.
A lo largo de la historia de la política se ha escrito mucho sobre la necesidad esencial que tiene la democracia de reconocer en el consenso la metodología apropiada para la toma de decisiones colectivas. La labor legislativa como expresión de la gubernativa exige el diálogo, es decir, la capacidad de escuchar y de argumentar para encontrar juntos la mejor solución a los problemas comunes, de manera que las resoluciones que se tomen sean asumidas por todos del mejor modo.
Es innegable que la ética del consenso, ésa que descansa en acuerdos ampliamente compartidos es la mejor para la vida en sociedad. Sin embargo, es necesario advertir que también existen consensos que matan, es decir, la ética no nace del consenso, ésta es una de las grandes reflexiones que aporta el filósofo escocés Alasdair MacIntyre, aún vivo, nacido en 1929; en su libro Historia de la Ética, y para demostrar su tesis propone que si en una sociedad compuesta por doce personas diez son sádicos ¿qué pasaría si la mayoría de los diez decide torturar a los otros dos?, ¿esa decisión adoptada por consenso sería éticamente correcta?
Como se advierte, el consenso, como metodología para logar decisiones colectivas supone el reconocimiento de sus límites y éstos son las normas o valores básicos de la conducta moral implícitos en la naturaleza humana, entre otros aquella máxima moral y de la experiencia que bien puede enunciarse afirmando no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, o dicho en sentido positivo, trata a los demás como te gustaría ser tratado. Allá en el siglo IV antes de Cristo, el gran maestro griego Aristóteles afirmó precisamente en su obra La política que quien discute con otros si puede o no matar a su propia madre, no merece argumentos sino azotes.
Después de que la humanidad del atribulado siglo XX vivió las terribles masacres y crueldades de la Segunda Guerra Mundial, finalmente representantes de todos los países suscribieron un catálogo de mínimos morales, que se han convertido en la fuente de inspiración del discurso actual sobre los Derechos Humanos, ese documento es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre suscrita en 1948; allí se contienen los enunciados morales básicos respecto de los cuáles es posible abordar la metodología social del consenso para construir acuerdos y de esa manera encontrar la mejor solución a los problemas comunes.
Desde luego en múltiples casos controvertidos y controversiales, la delicada decisión que se tome debe remitirnos siempre a ese catálogo al que ha llegado la humanidad después de haber experimentado las atrocidades que se pueden alcanzar manipulando los consensos, pretendiendo que la razón y el bien son patrimonio solo de las mayorías, como tantas veces registra la historia. Esa afirmación es riesgosa porque el error es patrimonio de la humanidad y puede estar presente en las decisiones de las mayorías o de las minorías, de manera que dialogar prescindiendo de referentes morales objetivos como la declaración de 1948, en realidad puede convertirse en un ejercicio retórico que se presta a cualquier distorsión de la realidad, pero que no la cambia.
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